Se
sentó en aquella vieja mecedora que había sido su fiel compañera, por un
instante sintió celos de los secretos con ella compartidos, apoyó la cabeza en
el respaldo, cerró los ojos y aspiró con fuerza su olor, un olor impregnado de
años, un olor que sintió le pertenecía. Se había dejado ir con el otoño, cuando
las hojas secas se desprenden y son vapuleadas por el viento en busca de
aventuras, no le cabía ninguna duda de que ése era su sitio, de que su viaje
había comenzado en el momento en que sus cenizas se esparcieron en el aire y un
tropel de hojas secas le dieron la bienvenida, conocía sus vidas, muchas de
ellas un día fueron brotes en los árboles de su jardín, en el pueblo se decía
que, año tras año a la llegada del otoño, las hojas secas se agolpaban contra
el cristal de su ventana cegando la luz, ella se levantaba y, con la
complicidad de su vieja mecedora, abría la ventana para que penetraran
impulsadas por el viento cientos y cientos de hojas de todos los colores y
tamaños que invadiendo la estancia transformaban el suelo en una alfombra de
tonalidades ocres y marrones, cuando la última hoja se había posado, tomaba
entre sus manos La leyenda de las hojas secas de su gran amado Gustavo Adolfo Bécquer
y con voz queda, como si temiera ser descubierta, les narraba lo que él
escribiera sobre ellas…
Veda
Lontana